domingo, 7 de marzo de 2010

Texto para 5ºA e 5ºC





La última novela
Cuando oyó el frenazo del coche, se giró convencido de que era él. Lo había estado esperando durante casi una hora y no podía imaginar que fuera otra persona. Jorge salió de su dos caballos con aquella tranquilidad del que sabe que a pesar de llegar con retraso será disculpado.
—¡Aquí estoy! Un poco tarde pero ya he llegado. ¿Llevas mucho esperando?
Era una pregunta absurda. Habían quedado a las cinco y media de la tarde y eran ya las seis y cuarto. Eduardo pareció no concederle importancia a la pregunta.
—Tienes un morro… Bueno, ¿y?
—¿Y?¿Y? ¿Qué «y»? ¿No te había dicho que yo lo arreglaba?, pues ya está arreglado. No creas, lo mío me ha costado. Que si es buen chico, que no, que seguro que no se repite, que claro, la falta de experiencia y esas cosas, pero al final ya ves, sigues en el proyecto, chaval. Tío, ¿podrías decir algo, no? ¿Qué?, ¿no te alegras?
A Eduardo la noticia le había quitado un peso de encima, pero con el peso había desaparecido también aquella tensión acumulada durante días. Sólo había oído aquello de «ya está arreglado», después su mente se había quedado en blanco y había quedado en ese estado de quien a fuerza de haber esperado mucho no puede soportar ser desprovisto del sufrimiento de la espera.
Jorge seguía moviendo los labios y gesticulando como desde el otro lado de un televisor al que le hubieran quitado la voz y Eduardo sólo pudo llegar a entender las últimas palabras de un espacio de tiempo que nunca sería capaz de delimitar con exactitud.
—… Laura. ¡Eduardo, tío, despierta! Yo aquí presentándote a una amiga y tú como siempre en las nubes ¿Se puede saber en qué estás pensando?
Fue entonces cuando Eduardo la vio por primera vez. Allí delante de él, como salida de la nada, había una mujer que Jorge había llamado Laura. Eduardo creyó adivinar un gesto de Laura para estrecharle la mano y automáticamente le dio dos besos en las mejillas mientras intentaba encontrar algún saludo apropiado.
—¡Ah…!
—¿«¡Ah…!»? ¿Eso es todo lo que se te ocurre? —soltó Jorge. Llevo diez minutos explicándote que Laura también ha sido incorporada al proyecto y que también ha puesto su granito de arena para convencer a Carlos, y tú «¡Ah…!».
—Perdona, Jorge…
—«Perdona…», «perdona…», tú te crees que un «perdona» lo soluciona todo y no, no es así. ¿No has tenido bastante con lo de los laboratorios? ¿Qué crees, que siempre van a hacer la vista gorda? Pues no, tío, no, de eso nada. Ya va siendo hora de que vayas aprendiendo a relacionarte con la gente y de que salgas de esa torre de silencio en la que estás tú tan bien. Y además…
—Jorge, creo que te estás pasando.
Eduardo, que estaba mirando fijamente a Jorge y hundiéndose poco a poco en el dolor que le producían sus palabras, no supo en un principio de dónde venía aquella voz, pero, al oírla tan sosegada y tranquila frente a la de Jorge, se cogió a ella como si de la última tabla de salvación se tratase. Miró a su izquierda y se encontró con una leve sonrisa en los labios de Laura que le dio fuerza para intentar enfrentarse a Jorge.
—Mira, si vas a seguir así…
—¡Hombre!, ¡encima…! Resulta que voy a los laboratorios a explicar que nada, que don Eduardo Rodón es una persona de suma confianza y que ha sido un error sin importancia el que ha estado a punto de dar al traste con todo el proyecto, que cuenta con todo mi apoyo… Por si fuera poco está allí Laura que cuando oye la historia se pone a romper lanzas por el caballero como si lo conociera de toda la vida… Sí, sí, todo eso mientras el señor se acurruca en un rincón y espera a que pase el chaparrón, y ahora vengo aquí y se me pone gallito.
—Jorge, —esta vez la voz de Laura había sonado más determinada— ya basta. Deberías entenderlo, ya sé que tú también has pasado lo tuyo pero no creo que la tengas que pagar con él. A fin de cuentas no lo has sacado del follón en el que estaba para hundirlo ahora en la más completa de las miserias, vaya, digo yo.
A Eduardo le pareció estar oyendo a su abogado defensor y sintió una inmediata simpatía por Laura. Por primera vez se detuvo a mirarla. Desde su escaso metro sesenta y cinco, Laura, que rondaría el metro setenta, le pareció alta y quizá por eso el recóndito machismo de Eduardo apenas si había prestado atención a una mujer a la que para él la altura había desprovisto de feminidad. Traspasada la barrera de la altura, Eduardo se encontró a sí mismo haciendo aquello que tantas y tantas veces había criticado en sus compañeros de trabajo, vio cómo sus ojos recorrían la figura de Laura y por un momento se sintió sucio.
Laura había hecho lo propio con Eduardo minutos antes. Se había encontrado a Jorge enzarzado en una acalorada discusión en el despacho de Carlos.
—Exageras, Carlos. Un error lo tiene cualquiera, y además yo creo que ha dado las suficientes pruebas de su valía como para que ahora llegues tú y por una tontería le des puerta.
—Una tontería, ¿eh?, una tontería que nos podría haber costado el proyecto. Si no llega a ser porque había olvidado la agenda electrónica en el despacho y tuve que volver para hacer una llamada urgente… ¡Joder con tus tonterías…!
—Vale, tienes razón, pero lo que cuenta es que no ha pasado nada, ¿no?
—Laura había oído hablar del despiste de Eduardo al dejar abierta la puerta del frigorífico en el que guardaban las pruebas del suero en el que estaban trabajando. Podía haber sido grave, pero afortunadamente no había pasado nada y ella, movida por no se sabe qué extraño motivo, sintió que debía ponerse del lado del más débil, de Eduardo.
—Carlos, ya sé que quizá me meto donde no me llaman pero la verdad es que deberías reconocer que es algo que le puede pasar a cualquiera. Sin ir más lejos, el otro día a ti se te pasó por alto controlar el dispositivo de seguridad del equipo de alimentación alterna… Imagina qué podría haber pasado…
—Vaya hombre, no, si al final voy a ser yo tan culpable como él…
—Pero si aquí no se trata de culpables o no culpables… —intervino Jorge—. Todos sabemos que Eduardo ha metido la pata, y que podía haber sido el final de todo esto, pero de ahí a que sin haber llegado a pasar nada tengamos ahora que echarlo, me parece que va un rato, ¿no?
—Mira, lo vamos a dejar porque está claro que esto no va a llegar a oídos de nadie más arriba, pero te juro, bueno, os juro, —Laura había dejado entrever una sonrisa de victoria tras las primeras palabras de Carlos— sí, sí, a ti también Laura, que una más como ésta, y se le cae el pelo.
Después había abandonado el despacho de Carlos con Jorge, y cuando éste le brindó la posibilidad de acompañarlo para darle la noticia a Eduardo, la curiosidad de conocer a la persona de la que tanto había oído hablar y en cuya defensa había salido fue superior a todo lo demás y no dudó en aceptar. Ya en el coche, Jorge le había empezado a hablar de Eduardo, de sus continuos despistes, de su genialidad, de esto, de aquello…, y poco a poco, a medida que las palabras iban saliendo de la boca de Jorge, ella había ido conformando en su mente su propia imagen de Eduardo. Jorge había quedado con él cerca de casa de sus tíos, en la calle Roger de Flor, muy cerca de los juzgados, porque, como siempre, era allí donde Eduardo solía comer todos los miércoles. Todos los miércoles, como le contaría más tarde el propio Eduardo a Laura, porque era precisamente los miércoles cuando solía pasar por el zoo para observar a los monos, sobre cuyo comportamiento en cautividad estaba escribiendo su tesis doctoral, y como quedaba muy cerca de la casa de la hermana de su madre aprovechaba para ir a verla, comer decentemente, y discutir de política con su tío. Cuando en el Paseo de Lluís Companys torcieron a la derecha en la calle de Buenaventura Muñoz y perdieron de vista el Arco de Triunfo, Jorge soltó:
—Míralo, ahí está acera arriba y acera abajo… Sólo le falta el bolso…
Laura había dejado de escuchar a Jorge y había dedicado toda su atención a aquel hombre que paseaba nerviosamente delante de una sucursal de la Caixa de Catalunya. Por un momento pensó que parecía el cómplice novato en un atraco a un banco que se queda en el exterior para vigilar y que llama tanto la atención que acaba por hacer fracasar el atraco. Le hizo tanta gracia que rompió a reír a carcajadas. Jorge creyó que su chiste del bolso había sido graciosísimo y también se puso a reír:
—Le voy a preguntar cuánto quiere por un numerito —dijo Jorge, continuando en la línea que tanto creía que estaba divirtiendo a Laura.
Pero una mirada de Laura y el final de la carcajada dieron a entender a Jorge que no eran sus bromas lo divertido.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—Nada, nada, una tontería… Así que ése es Eduardo. Vaya, vaya.
Jorge no entendió aquel «Vaya, vaya», pero más preocupado por encontrar aparcamiento que por jugar a las adivinanzas con Laura, olvidó pronto el tema y una vez parado el coche, salió al encuentro de Eduardo.
El «Vaya, vaya» había sido fruto de una rara fascinación que Laura había sentido ya en los laboratorios, una fascinación que en aquel momento tomaba cuerpo en aquel hombre bajo pero proporcionado que vestía de una forma despreocupada que parecía delatar su condición de científico y que a Laura le pareció bastante original. Eduardo llevaba unos viejos Lois descoloridos y una camisa blanca abotonada hasta el cuello, lo que en pleno verano y en Barcelona no dejaba de llamar la atención. Llevaba también una americana de lino color hueso por la que ya habían pasado algunos años y unos náuticos que seguramente sólo habían visto el mar desde esa distancia prudencial que delimita el paseo marítimo de toda ciudad costera pero que sin duda tenían ya muchos kilómetros en sus suelas. Su cara era una cara agradable, una cara de niño bueno que despertaba cariño, una cara dulce en la que unos grandes ojos pardos brillaban con una luz de curiosidad que parecía ver las cosas por primera vez. Con el tiempo Laura llegaría a saber la profunda tristeza que aquellos ojos podían inspirar cuando lloraban y llegaría a conocer todos los mundos que se mecían en los negros cabellos de Eduardo cuando éste dormía. Así, cuando Eduardo miró por primera vez a Laura, Laura ya había decidido que decididamente aquel hombre le gustaba.
Eduardo, a su vez, al pasar una detenida mirada por el cuerpo de Laura vio que ésta era muy delgada, lo que, vestida como iba, con una larga falda de algodón color burdeos y una blusa de seda del mismo color, le concedía un aire prácticamente etéreo. Sus formas, que se insinuaban a través de la ropa, no eran provocativas y unidas a la armonía de su rostro y al ligero carácter oriental que parecía insinuarse en el contorno de sus ojos le concedían un no sé qué de espiritual que Eduardo no pudo entender en un primer momento. Más tarde se daría cuenta de que aquello no era sino el reflejo de una paz que él pocas veces antes había visto, el reflejo de un estado de ánimo permanente que sólo el viento se atrevía a alterar cuando entraba por los cabellos de Laura y los alborotaba, consiguiendo que ella esbozara un cierto mohín de disgusto.
Eduardo intentó romper la imagen que segundos antes había creado de persona arisca y reservada, y así, dejando de prestar atención a las recriminaciones de Jorge se dirigió a Laura y le dijo:
—¡Ah! Te llamas Laura… Y qué haces, ¿estudias o trabajas?
Había sido una pregunta automática, fruto de la desesperación por quedar bien y en el momento en que acabó la frase, Eduardo se dio cuenta de que estaba volviendo a hacer el ridículo. Laura había intentado controlar la risa, pero cuando Jorge salió al paso con aquel «¿Bailas?», rompió a reír haciendo que Eduardo desease que se lo tragara la tierra.
Jorge, que no había renunciado a hacer sufrir a Eduardo, intentó seguir en el mismo tono:
—¿Tomamos algo?
Pero Laura no estaba dispuesta a que aquello continuara y le cogió inmediatamente la palabra.
—Eso, venga, vamos a tomar algo. Después de todo, habrá que celebrar que sigas en el proyecto, ¿o no? Jorge, a veces tienes ideas maravillosas. Bueno, ¿y?, ¿qué proponéis?
Jorge sólo pudo encerrar en una mirada todo lo que aquella intervención de Laura le había hecho sentir pero no tuvo más remedio que aceptar su derrota y, si bien no tenía nada que hacer, optó por no aceptar la invitación.
—Oye, sabéis qué os digo, id vosotros, yo tengo que arreglar algunas cosas y ya se me ha hecho muy tarde…
—Jorge, —intervino Eduardo— no te querrás ir ahora. Después de lo que has hecho por mí… Tío, venga, joder, no te vayas ahora.
—No, mira, déjalo. Otro día será. De verdad, hoy no puedo.
—Mientras decía las últimas palabras Jorge se acercó a Laura y le dio dos besos, le dio una palmada en el hombro a Eduardo y sin apenas dar tiempo a más cruzó la calle hasta donde tenía el coche aparcado en doble fila. Subió, sacó la mano por la ventanilla, y con un «¡Adéu!» se despidió de ambos.
Laura y Eduardo se quedaron solos en la acera, como dos desconocidos que eran, se encontraron preguntándose qué hacían allí y qué hacer para romper con la artificialidad de la situación. Lo primero, como si de una mala película se tratara, fue sonreír con una de esas estúpidas sonrisas que hacen parecer idiota o bobo, y que cuando salen en las fotografías provocan la hilaridad de los que las miran. Después, dado el primer paso, y cómplices en lo que de estúpido tenía la situación, se apresuraron a romper aquel silencio que los envolvía:
—Bueno, y si… —empezó Laura.
—¿Te parece que…? —dijo al mismo tiempo Eduardo.
Aquello había sonado a «Buetenopareycesique…» y los unió en una carcajada que se convirtió en la llave de aquella puerta de comunicación que habían estado intentando abrir.
Eduardo sonrió, alzó las cejas e hizo un ademán con la cabeza para que Laura acabase su frase.
—… fuéramos a dar una vuelta primero al Parque de la Ciudadela?
—Querrás decir al Parc de la Ciutadella —dijo irónicamente Eduardo que había notado un acusado acento catalán cuando hablaba Laura.
¬¡Ah! ¿Hablas catalán? Doncs podem parlar català si vols, a mi tant se me´n fa —Laura había oído en los laboratorios, en una de aquellas múltiples conversaciones sobre el castellano y el catalán; que había uno nuevo que hacía poco tiempo que estaba en Cataluña y que por eso no hablaba catalán. Había deducido que se trataba de Eduardo y ante su ataque había decidido pagarle con la misma moneda.
A Eduardo, que únicamente había intentado ser simpático, le molestó el tono de Laura y mucho más no entender lo que ésta le decía. Su cara expresó de manera inequívoca su enfado.
—Has empezado tú, que conste —dijo Laura, y en un intento de poner paz añadió:
—Vamos, venga, al Parque —Parc de la Ciutadella— mientras cogía de la mano a Eduardo y echaba a correr hacia el Paseo de Pujades.
La espontaneidad de Laura rompió toda la tensión que se había ido almacenando, y cuando llegaron al Parque el episodio del catalán había quedado olvidado.
—Bueno, ¿adónde vamos? —preguntó Laura.
—Al zoo. ¿Quieres? —La voz de Eduardo sonó a la de un niño que ha esperado durante tiempo para poder hacer algo.
—Bueno, hace tiempo que no voy.
—Yo he ido esta mañana, pero me podría pasar todos los días allí encerrado. A veces pienso incluso en alquilar una jaula —dijo sonriendo Eduardo.
—No estaría mal, pero no creo que tuvieras mucho éxito. Como ejemplar humano dejas bastante que desear… ironizó Laura.
—Graciosa la niña, ¿tú te has mirado al espejo?
—No he podido porque lo habías roto tú al mirarte —Laura decidió no seguir por aquel camino y una vez más puso paz. —Bueno, oye, dime, ¿y por qué pasas tanto tiempo en el zoo?
Había tocado el tema preferido de Eduardo. Cuando oyó la pregunta, a Eduardo se le iluminaron los ojos y sufrió una curiosa transformación. De repente, el tono que había tenido toda la conversación cambió, y Eduardo, como si de un conferenciante ante un auditorio lleno se tratara, empezó a explicarle a Laura de dónde venía su interés por visitar el zoo.
—Verás, ahora estoy escribiendo mi doctorado sobre el comportamiento de los simios en cautividad, y particularmente sobre los monos Brazza, una especie en peligro de extinción que, por su bajo grado de sociabilidad, parece diferenciarse de otra clase de simios. El simio Brazza, a pesar de su bajo grado de sociabilidad, tiene muy desarrolladas las relaciones familiares… —Eduardo parecía no ir a poner fin a su disquisición sobre el tema.
—Oye, verás… —intentó interrumpir Laura.
—… claro que en cautividad esa pretendida disociación del carácter familiar y del carácter social alcanza niveles de… —Eduardo ensimismado en su charla había cogido por el hombro a Laura y no parecía notar que ésta, a pesar del asombro que había sufrido al ver la transformación de Eduardo, empezaba, con sus guiños, a burlarse de él.
Mientras Eduardo hablaba, se habían ido aproximando al zoo y fue al llegar a la altura de una escultura de Walt Disney situada a pocos metros de la entrada, cuando Eduardo se giró hacia Laura y se la encontró en plena imitación muda de los gestos que éste hacía.
Eduardo mostró su indignación con un gesto y una mueca de desagrado, pero acto seguido, cuando comprendió que quizá había exagerado algo con su monólogo sobre los monos Brazza, intentó quitarle importancia al hecho:
—Oye, parece mentira: haces los mismos gestos que los monos Brazza
—dijo— ¿tú también los estudias? —el tono que había utilizado hacía desaparecer toda la agresividad que en principio pudiera haber poseído una afirmación de aquel tipo. —Por cierto, ¿cuál es tu especialidad? preguntó Eduardo para permitir que Laura pudiera devolverle la pelota.
—¿Yo?, bueno, a ver, cómo te lo podría explicar. Verás, estudié química, pero siempre me he sentido atraída por la biología, así que…
—¡Ah, ya! Te vas a encargar de la parte de química orgánica de nuestro proyecto ¿no? —interrumpió Eduardo.
—Pues eso parece, aunque yo no acabo de verme en el papel —dijo tímidamente Laura.
Laura siempre había tenido un pobre concepto intelectual de sí misma; había querido ver en sus compañeros de promoción gente mucho más capacitada, si bien siempre había sido ella la número uno, cosa que atribuía únicamente a su tenacidad y seriedad en el estudio. La verdad era muy otra y Laura era en realidad una joven promesa en el campo de la química orgánica, de lo que había dado muestras en numerosas ocasiones. No en vano, aunque ella no acabara de verlo claro, cuando el equipo en el que trabajaban Jorge y Eduardo llegó a la conclusión de que necesitaban la ayuda de un químico para poder realizar su proyecto, todas las fuentes consultadas señalaron indefectiblemente a Laura como candidata número uno. Eduardo interpretó como afán por hacerse la interesante lo que no era sino timidez y modestia, y por eso no quiso continuar hablando del tema, cosa que Laura, que creyó que él comprendía sus motivos, le agradeció sin decir nada.
Se habían detenido delante de la entrada y fue entonces cuando se dieron cuenta de que ya eran las ocho y estaban cerrando.
—Oye, lo tuyo es increíble. ¡Menudo despiste! Todas las semanas aquí y ni te enteras de a qué hora abren y a qué hora cierran. Vives en la luna —dijo Laura.
—Bueno, tampoco es para tanto. Si Jorge hubiera llegado a la hora a…
—empezó Eduardo.
—Eduardo…
Él entendió que no era el caso culpar a Jorge después de lo que había hecho por ayudarle. Y además, se dio cuenta de que Laura tenía algo de razón cuando decía que estaba en las nubes. Hacía ya un año y medio que frecuentaba aquel zoo y sabía que en verano cerraban a las siete y media, pero quizá los nervios o una recóndita emoción por ir con Laura le habían hecho olvidar la hora que era. Mientras pensaba en la hora, Eduardo empezó a tomar conciencia de que seguía con un brazo sobre el hombro de ella y, azorado, lo retiró como si Laura quemase. Laura se sorprendió de su reacción y la atribuyó al tono recriminatorio que había puesto en aquel «Eduardo» pronunciado segundos antes.
—Exageras, ¿sabes?
Eduardo no supo cómo interpretar aquellas palabras y quizá por eso prefirió callar, sin darse cuenta de que aquel silencio llenaba de sentido los pensamientos de Laura.
—Mira, yo creo que mejor lo dejamos por hoy. Estoy agotada y empieza a hacerse tarde.
Eduardo sabía que no podía ser tarde a las ocho, pero no supo, o no quiso, dar marcha atrás y se dejó llevar por la situación.
—Sí, ya es un poco tarde —dijo con desgana.
Laura estaba esperando una frase o un gesto que acabara con aquella serie de malentendidos, pero pronto se dio cuenta de que las palabras habían ido creciendo más allá de su sentido y de que todo lo no dicho empezaba a pesar demasiado en aquella ridícula conversación. De pronto volvieron a ser dos desconocidos a los que sólo una despedida podía volver a dotar de sentido sus palabras.
—Bueno, mañana paso por el laboratorio, ¿estarás? —le preguntó Laura a Eduardo.
Eduardo, que ya antes había renunciado a todo intento de enderezar la situación, asintió con la cabeza.
Ella le dio dos besos en las mejillas y soltó un escueto «Hasta luego, que pierdo el autobús». Después echó a correr rápidamente hacia la parada del 39.
Eduardo ahogó el grito de «¡Laura!» que tenía en la garganta y vio cómo ella se perdía a lo lejos. Sin saber por qué, Eduardo se encontró pensando en la estatua de «El desconsol» que a la derecha de donde él se hallaba regaba de desesperación los nenúfares del estanque. Eduardo sintió que algunas ausencias podían recibir el nombre de soledad.
Llegó a su casa a las 2 de la mañana.
***
A las 8 la realidad se abrió paso de forma inexorable y Eduardo se levantó de su improvisada cama, convencido de que llegaba tarde al trabajo. Paró la música en el momento de uno de los «al alba, al alba, amor mío al alba», y se dirigió hacia la ducha. Al pasar por delante del teléfono se dio cuenta de que la noche anterior no había comprobado las llamadas en el contestador automático, y aunque no esperaba nada especial lo puso en marcha. «Este es el contestador del 93 324 32 67. Ahora no puedo atender tu llamada, pero si tienes una buena noticia no dudes en dejármela cuando suene la señal. Hasta luego». Siempre le había resultado difícil inventar un texto para el contestador y cada vez que oía sus propias palabras se extrañaba de que hubiera alguien capaz de dejar algún mensaje. «Soy Merche. Oye, no hay manera; no hay quien te pille en casa. Bueno, nada, lo volveré a intentar. Un beso». Su hermana Merche llevaba ya algunos días intentando localizarlo, pero como no parecía nada importante, Eduardo lo había ido dejando correr. «¿Eduardo? Oye, que soy Jorge. Pues nada, tío, perdona lo de esta tarde, he estado un poco borde. Venga, mañana nos vemos. Cuídate». Eduardo sabía que Jorge era un amigo, y por eso, como suele suceder con los verdaderos amigos, desde que acabó el incidente, y convencido de que no tenía la menor importancia, no lo había vuelto a recordar más, pero ahora la llamada de Jorge había traído consigo otra presencia mucho más difícil de olvidar y que Eduardo comprendió que había estado rondando su pesadilla todo el tiempo. Se trataba de Laura. Eduardo nunca había creído en aquello de los flechazos, ni tampoco era un quinceañero en busca de su primer amor, pero lo cierto era que durante todas aquellas horas pasadas desde el encuentro con Laura, ésta había permanecido al acecho en cada uno de sus pensamientos. «Soy Laura. No te extrañe que tenga tu teléfono, está en la lista de los del personal del laboratorio. Necesitaba hablarte, pero ya veo que no estás. Bueno, nada, mañana nos vemos». Eduardo se maldijo por no haber escuchado los mensajes la noche anterior; después recordó que había vuelto a las 2 de la mañana y se dijo que tampoco habría podido llamar tan tarde, y se dio cuenta de que además no tenía su teléfono; se preguntó por qué había llegado tan tarde y se vio a sí mismo recorriendo sin sentido las callejuelas del barrio gótico. Se hizo un sinfín de inútiles recriminaciones. El tiempo parecía haber cobrado una dimensión distinta, sentía la necesidad de ver inmediatamente a Laura. Se duchó, se vistió alocadamente, tomó un café y salió de casa corriendo.
Cuando llegó al laboratorio eran las nueve y diez y se encontró a todo el mundo inmerso en su trabajo cotidiano.
—¡Eduardo! ¡Ya era hora! Te están esperando. ¿Has pasado a recoger los resultados de los análisis?
La chillona voz de Carmen a primera hora de la mañana era algo difícil de soportar, pero cuando el tono era además inquisitorial aquello no había quién lo aguantara. Eduardo prefirió callar, pero un raro desasosiego empezó a apoderarse de él. ¿Qué análisis tenía que recoger? ¿Para qué lo esperaban? Se dirigió rápidamente a su despacho y buscó en el calendario que tenía encima de la mesa. Miércoles 17: recoger los resultados de las pruebas de sangre analizadas; 8,30 reunión para discutir los análisis. Lo había olvidado por completo, y además, ahora que lo leía, le parecía algo totalmente nuevo que veía por primera vez. Sabía que habían hecho unas pruebas a veinte clases de simios distintos y que habían enviado unas pruebas de sangre para analizar, pero no recordaba que le hubieran encargado a él irlas a recoger, y menos que tuvieran una reunión para tratar el tema; sin embargo, su letra en el calendario era una prueba indudable de que él había sido informado de todo, de que él tenía que haberlo sabido y, lo que era peor, de que él era el responsable de que aquella información llegara al laboratorio. Salió de su despacho y se dirigió a la sala de reuniones. Sentía un peso sobre los hombros que le hacía andar despacio, como si midiese cada uno de sus pasos, como si contase el tiempo que le separaba del inevitable choque con el equipo que le estaba esperando detrás de aquella puerta al final del pasillo. Llamó y sin esperar respuesta abrió. Él sabía que su retraso no iba a provocar ningún comentario. Era una de las ventajas de las grandes ciudades, que si el tráfico, que si un atasco, uno siempre podía acabar justificando llegar una hora tarde sin que a nadie pareciera importarle demasiado.
—¿Tienes los análisis? —preguntó Esteban.
De la misma forma que sabía que su retraso no sería comentado, Eduardo sabía que nadie le iba a perdonar haber olvidado los análisis.
—Veréis…
Sintió que todas las miradas se clavaban en él, la de Carlos, la de Jorge, la de Jaume, la de Montse, y cómo no, también la de Laura. Sintió que no había palabras para explicar lo inexplicable y sintió que los ojos de Laura buscaban los suyos para encontrar una respuesta. Eduardo bajó la cabeza como cuando era pequeño y sus padres le pillaban en alguna travesura y fue entonces cuando le sorprendieron las palabras de Carlos.
—Bueno, a ver, yo creo que hemos estado últimamente un poco tensos, y sobre todo… Vaya, que a cualquiera que se siente perseguido —y que conste que yo he sido el primer culpable— es fácil que se le vayan de la cabeza las cosas… Mira, no sé qué os parece a vosotros, pero yo creo que lo mejor es que Eduardo se tome unos días de descanso, que se relaje.

Cuando sonó el despertador, a las ocho y media de la mañana, Eva intentó darle un golpe con la mano para apagarlo, pero en lugar de conseguir el efecto que perseguía, de repente, oyó el estruendo de la botella de agua al hacerse añicos contra el suelo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no estaba en la cama, sino con la cabeza apoyada contra el teclado del ordenador. Poco a poco, mientras iba abriendo los ojos, al tiempo que los sentidos se hacían otra vez a la realidad, empezó a recordar dónde estaba y por qué. De hecho, no era nada extraordinario, se encontraba en su estudio, como tantas y tantas otras noches, intentando acabar aquella historia que su editor le venía pidiendo desde hacía ya varios meses, intentando que la historia de Eduardo, Laura y Jorge dejara de ocupar su mente y pasara definitivamente al papel, intentando encontrar la forma de atar todos los cabos y de cerrar la trama, intentando que aquella novela, que hasta el momento compartían parcialmente su cerebro y el disco duro del ordenador, pudiera tener definitivamente un público real
—¿Sí?
—¿Eva? ¿Qué? ¿Ya tenemos el libro?
—Yo tengo muchos, pero no sé si te sirven…—intentó ironizar, aunque sabía que a su editor se le estaba acabando la paciencia y que podía no apreciar demasiado la bromita.
—Que me sirvan o no, solo depende de ti. Bueno, qué, dime, cuándo nos vemos, cuándo me entregas el manuscrito.
—Mira, me he levantado con el pie izquierdo —sonrió, aunque sabía que al otro lado del teléfono su editor no podía realmente entender el comentario—. Preferiría dejar el tema para otro día, aunque no sé si esta semana…
—A ver si he entendido bien. Aún no has acabado y necesitas un par de días más.
«Un par de días más, con un par de días más, puedo añadir a lo que tengo escrito un par de comas, no sé si bien puestas y alguna que otra frase tan poco afortunada como las que he escrito hasta ahora, pero para acabar necesito, tal y como van las cosas, unos tres años y medio» —se dijo Eva.
—Bueno, yo creo que algo más… —dijo Eva, como midiendo las palabras para no provocar un estallido de ira al otro lado del teléfono.
—Eva, mi paciencia también tiene un límite, y no entiendo qué interés tienes en saber dónde está Enrique, —el editor, había cambiado su afable tono por un tono algo seco y distante.
—Enrique, sé que no tengo ninguna justificación posible… Lo siento de verdad…, pero… —no encontraba ninguna excusa que pudiera valerle a él.
—Eva, no me gustaría que nuestra relación acabara mal después de todo lo que hemos pasado juntos. Creo que siempre he sido comprensivo, cuando has necesitado tiempo, un adelanto, no sé, todo lo que ha estado en mi mano… ¿O no? Y ahora, llevamos ya nueve meses de retraso y sigue sin haber parto… Anunciamos tu nueva novela en el catálogo editorial de primavera y a este paso acertamos, pero con la primavera del año que viene…
Su voz sonaba dolida. No se trataba tanto del típico enfado de editor por no cumplir los plazos previstos. Eva percibía algo más en la voz, pero no era capaz de interpretar el significado.
—Lo siento…, me gustaría poder decirte algo más concreto, pero no creo que te sirva tampoco… ¿Qué prefieres que te diga, que he perdido la inspiración?, porque aunque no lo puedas creer ésa es la verdad…
—Venga, hombre, no me vengas ahora con ésas, llevas quince años escribiendo y has publicado ya la friolera de 11 novelas… No querrás que empiece a pensar ahora que tenías un negro que ha venido haciendo el trabajo sucio durante este tiempo…, o que las has traducido de alguna lengua que desconozco…, porque lo que es lo de la inspiración…, vaya, que no, que no me lo creo. Oye, no será que has encontrado otro editor y que no sabes cómo decírmelo…, porque si es así, seguro que llegamos a un acuerdo…
—Enrique, ya te he dicho que no te ibas a creer la verdad, pero lo cierto es que soy incapaz de escribir una línea más. Hace una eternidad que estoy en el mismo punto y nada… Es como si me hubieran echado una maldición… No sé cómo seguir, ni cómo acabar, ni por qué los personajes han hecho lo que han hecho o no han hecho lo que no han hecho, no sé nada. Al principio lo tenía todo clarísimo. Sabía por qué lo de los monos Brazza, ya sabes, te comenté la noticia en La Vanguardia, había hablado con Rafael…
—¿Rafael?
—Sí, hombre, Rafa, mi novio… No sé cómo lo haces para olvidarte siempre de su nombre… Bueno, pues resulta que tanto su padre como su madre son químicos, y encima su madre trabaja en una empresa farmacéutica y me dio un montón de información sobre vacunas, síntomas, etcétera. Lo tenía todo clarísimo…, y de golpe y porrazo, me quedé en blanco como por arte de magia. Y lo malo es que no sólo soy incapaz de acabar esta novela, sino que creo que se ha agotado la veta para siempre… —a medida que iba hablando se le iba quebrando la voz, como si le costara tanto montar sus pensamientos, como articular las palabras que les daban forma.
—Bueno, para el carro, ya veo que la cosa va en serio… No sé qué decirte. Y tampoco sé muy bien si sé cómo ayudarte… Tú dirás. Ya sabes, si puedo ayudarte en algo…
—No creo…, pero de todas formas, mil gracias.
Aquella no parecía la forma más apropiada de acabar la conversación, pero a Eva se le había acabado la inspiración también en aquel caso. Durante unos segundos sólo se pudo oír el silencio a ambos lados del teléfono.
Enrique carraspeó ligeramente y dijo:
—Oye, Eva, si se me ocurre algo, te llamo…, ah, y mientras tanto no te preocupes demasiado…
—Gracias Enrique, eres un amigo.
—Bueno, al menos lo intento, pero a este paso en lugar de una editorial voy a empezar a dirigir una casa de beneficencia…, perdona, ha sido una broma de mal gusto. Venga, hasta luego. Un beso.
—Hasta luego, Enrique, y otra vez gracias, y lo siento.
—Chao.
Dudó unos segundos si coger o no el teléfono, pero al final venció el sentido del deber y el convencimiento de que cuando un teléfono suena alguien puede estar necesitando ayuda.
—¿Sí?
—Hola. ¿Qué hay?
Era Rafael. Eva no sabía si en aquel momento era la persona con la que más le apetecía hablar, pero ya era demasiado tarde. Últimamente, las cosas no habían ido muy bien. La novela, o mejor dicho, el tiempo dedicado a la misma, se había sumado a la lista de problemas que tenía la pareja y su relación pasaba por horas bajas. Eva y Rafael se querían, pero solía costarles hacérselo sentir al otro.
—Bueno… —respondió Eva.
—No pareces muy animada. ¿Qué? ¿Otra infructuosa noche en blanco?
Rafael había aprendido a medir muy bien sus palabras para no herir a Eva con alusiones que él no tenía en mente o con críticas que jamás había pretendido hacer, pero en aquella ocasión no contaba con que Eva estaba especialmente hipersensible.
—Podía haber sido peor…, sobre todo con cierta compañía.
Las reacciones de Eva podían ser totalmente desproporcionadas y Rafa no siempre estaba preparado para no sufrir cuando sus palabras o gestos le hacían daño, pero aquel día estaba de un extraordinario buen humor.
—Pues mira, hablando de compañía, se me ha ocurrido una idea genial…
Eva, en silencio, dejó que Rafa continuara.
—He pensado que ahora que tus hijos no están y que parece que estamos en una especie de callejón sin salida…, ya sabes, la novela, lo nuestro, no sé…, igual nos haría bien a los dos escaparnos y pasar unos días lejos de todos y de todo. ¿Qué te parece? A lo mejor cuando volvamos, las cosas se presentan de otra manera. Bueno, ¿qué dices?

(Sacado de CVC lecturas)

Texto para 3F




El hombre del bar
Hace sol. La gente en la calle parece contenta…
Laura está tomando café en un bar del barri gótic de Barcelona. Está sentada cerca de una ventana y mira hacia la calle para ver pasar a la gente.
Un hombre de unos cuarenta años con una chaqueta negra entra en el bar. Mira a su alrededor. Parece que busca a alguien. Al final se acerca a Laura.
—¡Bonito día! —le dice.
—Sí, muy bonito —contesta Laura.
—Me gusta cuando hace sol. ¿A ti también?
—Sí, mucho —contesta Laura un poco sorprendida.
Ella no conoce a ese hombre que le habla así. «¡Qué hombre tan raro!», piensa.
—Mira, te voy a explicar algo. El tiempo es muy importante. Y hoy hace sol. Los días de sol son buenos pero los días sin sol son un poco tristes. Cuando llueve, malo… Por favor —llama al camarero—, una cerveza…
—Enseguida —contesta éste.
—… los peores son los días de lluvia y viento… —continúa el hombre de la chaqueta negra—. Todo fue en un día de lluvia y viento…
—Veo que sabes muchas cosas del tiempo —dice Laura con humor—. Le divierte ese hombre. Le parece muy simpático.
—La verdad es que no me interesa tanto el tiempo —contesta éste—. ¿Conoces esta canción?: «Tengo que hablarte de unas perlas ensangrentadas...» —empieza a cantar bajito.
El camarero trae la cerveza. El hombre deja en la mesa su pequeña cartera de mano y empieza a beber. Laura mira a su alrededor. Una chica de pelo oscuro y ojos negros la está mirando. «¡Qué chica tan guapa!», piensa Laura. Ella, en cambio, no es guapa ni fea, ni alta ni baja, pero tiene unos ojos grises siempre alegres y el pelo claro, muy bonito.
El hombre de la chaqueta negra saca un paquete de cigarrillos del bolsillo.
—¿Fumas? —pregunta a Laura.
—No, gracias.
Enciende su cigarrillo y enseguida llama al camarero. Laura mira las manos del hombre. «¡Qué nervioso está!», piensa ella.
—¿Cuánto es? —pregunta—. Todo junto, pago yo.
—Bueno —contesta Laura—, gracias, pero…
El hombre paga. Después sonríe y se va. «¡Qué persona tan rara!», piensa Laura. Pero ya debe irse. Coge su bolso y pregunta al camarero.
—¿Dónde están los servicios, por favor?
—Al final del pasillo hay una escalera. Abajo, a la derecha, están los servicios.
Cuando se levanta, la chica ve una cartera de mano al lado del vaso de cerveza. «Ése se ha dejado la cartera», piensa. La coge y sale a la calle. Mira a un lado y a otro, pero no ve al hombre.
Laura no sabe qué hacer con la cartera. De momento la mete en su bolso y entra de nuevo en el bar para ir a los servicios.
Cuando sale de los servicios ve a dos hombres allí parados. Parecen esperar a alguien. Uno es alto y delgado y lleva gafas oscuras. El otro es bajito y lleva bigote. Laura va a subir, pero en ese momento el hombre de las gafas oscuras la coge del brazo.
—¿Adónde vas tan deprisa? —pregunta con voz antipática.
—Donde quiero —contesta Laura de mal humor.
De repente, Laura se da cuenta de que el hombre tiene una navaja en la mano. El otro, el bajito, ha sacado una pistola del bolsillo. Al mismo tiempo mira hacia la escaleras.
—¡Silencio! ¡Si gritas, te mato! —dice el hombre delgado.
Mientras habla mueve la navaja delante de Laura. Ella está muy asustada. Quiere gritar pero no puede.
—Entra aquí, con nosotros —le dice el hombre bajito del bigote.
Éste abre la puerta de los servicios de hombres y entre los dos la llevan hacia allí. En ese momento todos oyen la voz de una chica detrás.
—¡Ah!, ¿estás aquí? Ven, te estamos esperando.
Los dos hombres dejan a Laura y miran a otro lado. Entonces Laura ve a la chica de ojos negros y pelo oscuro que la miraba en el bar. La chica coge a Laura por el brazo y la lleva hacia la escalera. Suben rápidamente y salen del bar sin mirar atrás. En la calle corren y corren hasta que por fin se paran. Se miran. Laura todavía no entiende nada. No sabe si reír o llorar.
La otra chica la mira divertida.
—Mujer, no pongas esa cara… —le dice.
Laura está pálida. Casi no puede hablar.
—¿Qué miedo! —dice por fin.
—Me llamo Ana. Y tú, ¿cómo te llamas? —pregunta la chica de los ojos negros.
—Laura.
—Vamos a tomar un café. Te vas a sentir mejor.
—Pero no en ese bar, ¿eh?
—¡Claro que no! Vamos al Café de la Ópera, si quieres.
Laura mira a su alrededor. Sólo ahora se da cuenta de donde están: en las Ramblas, cerca del Liceo.
II
Sentada en una mesa cerca de la puerta del Café de la Ópera, Laura se siente mejor.
—¡Qué miedo he pasado! —dice—, muchas gracias.
—De nada, mujer. Ha sido todo tan rápido…
—¿Por qué pasan estas cosas?
—La vida es muy extraña —contesta Ana—. Vamos a pedir algo. No vamos a pensar más en esto, ¿vale?
Mientras esperan al camarero, empiezan a charlar.
—Dime, Laura. Tú eres de Barcelona, ¿verdad?
—Sí. Y tú, Ana, ¿de dónde eres?
—Soy de León , pero he vivido en muchos sitios. ¿Y tú, qué haces?
—Trabajo en un gran hospital, cerca de Barcelona.
—¿Y tú qué haces en Barcelona, Ana? —dice Laura.
—Nada, estoy sin trabajo. Viajo.
—¿Te gusta Barcelona?
—Sí, me gustan la Ramblas y el puerto. Bueno, la verdad es que no conozco otros sitios.
Una gitana entra en el bar y se acerca a ellas.
—Dame algo, bonita.
Laura coge dinero del bolso para la gitana.
—Tenga —le dice. Pero la gitana no coge el dinero. La mira con interés.
—Déjame ver tus manos… No me gusta esto… tienes que tener mucho cuidado.
Laura escucha a la mujer, que de pronto se ha puesto muy seria.
Un camarero se acerca a al gitana.
—Por favor, aquí no se puede pedir —le dice.
Pero la mujer no lo escucha.
—Toma, hija. Esto es para ti —saca una pequeña cruz del bolsillo—. Esto te va a proteger.
—¿Protegerme? ¿De qué? —pregunta Laura.
El camarero coge a la mujer por el brazo.
—Ya voy, ya voy… —le dice la mujer—. Veo un peligro, hija —le dice todavía a Laura mientras el camarero la lleva hacia la puerta…
La gitana sale del bar. Habla sola. Ana la mira a ella y luego a Laura. Se ha puesto pálida.
—¡Qué mujer tan extraña! —dice Laura—. Además, después de esos hombres…
—¡Oh!, olvida eso, ya ha pasado todo —dice Ana.
—Sí, es verdad. ¿Nos vamos?
En la calle, las chicas se dicen adiós.
III
Laura sube por la Ramblas y busca un teléfono. Marca un número y oye una voz: «Soy el contestador automático de Enric. Si quieres, puedes dejar un mensaje».
—«Enric, soy yo, Laura. ¿Dónde estás? Tengo que hablar contigo. Un beso».
Laura no consigue sentirse tranquila. Sin saber por qué, mira hacia atrás. Le parece ver a alguien conocido. Es un hombre alto con gafas oscuras… ¡El hombre de la navaja! Se pone nerviosa y empieza a andar muy rápido. Cruza la calle y se para delante de una tienda. Mira otra vez hacia atrás pero ahora no ve a nadie. ¿Se ha equivocado? ¿No era aquel hombre? ¿Ha soñado?
Asustada todavía, Laura busca otro teléfono y vuelve a llamar a Enric. Todavía no ha vuelto a casa.
—«¡Ay, madre mía!» —Laura ve otra vez al hombre alto y de gafas oscuras. ¡Y a su lado está el bajito de la pistola! La siguen, ya está segura. Tiene miedo, mucho miedo. Quiere correr. No, es mejor coger un taxi… ¿o no? No hace más que preguntarse: «¿Por qué me siguen? ¿Qué pasa?»
De repente grita: una mano la ha cogido del brazo.
IV
Ana, la chica de los ojos negros, está allí y le sonríe.
—¡Eh, Laura! Soy yo, Ana. ¿Te he asustado?
—Sí, es verdad. Me has asustado. Pero ¡qué contenta estoy de verte!
—¿Qué te pasa?
—¡Ana! —Laura contesta bajito—. Me siguen.
—¿Qué?
—Que me siguen.
—¿Quién?
—Los dos hombres de antes.
—¡Los dos hombres del bar! Pero, ¿por qué?
—No lo sé, Ana, no lo sé. Pero tengo que saberlo.
Ahora que está con Ana, Laura se siente más segura.
—Oye, Laura, ¿seguro que no conoces a esos hombres?
—No, es la primera vez que los veo…
—Mmmm —dice Ana.
—¡Mira! —Laura coge a Ana del brazo—. ¡Allí están!
Ana mira hacia atrás y ve a los dos hombres.
—Es verdad —dice Ana, preocupada.
—Sí…
—Explícame, Laura. ¿Qué pasa?
—No lo sé. Esta mañana he ido a tomar un café a un bar. Un hombre ha entrado y ha hablado un poco conmigo. Un hombre simpático, quizás un poco raro. Luego me ha pagado el café y se ha ido…
Laura se lleva las manos a la cabeza.
—¡La cartera! ¿Cómo no me he acordado hasta ahora?
—¿Qué cartera? —pregunta Ana.
—La cartera del hombre del bar, del hombre que me habló, una cartera de mano. La tengo en el bolso.
—¿Una cartera?
—Sí, el hombre se olvidó de su cartera. Yo la cogí para dársela, pero pasó todo aquello y…
—Ya sé… «Ésos» buscan la cartera.
—Sí, seguro.
Laura se queda un momento en silencio.
—Oye, ¿sabes dónde está la catedral
—No.
—Ya… Mira, coges la primera calle a la derecha. Al final de ella hay dos calles. Coges la calle de la izquierda y llegas a una plaza grande. Allí está la catedral.
—A ver, la primera a la derecha y al final cojo la calle de la izquierda. Así que está cerca.
—Bien, empieza a andar despacio y espérame dentro de la catedral. Yo voy a intentar perder a esos dos de vista. Luego te veo allí y miramos la cartera. ¿De acuerdo?
—Sí, claro que sí —contesta Ana.
V
La catedral está bastante oscura. Llega Laura, cansada pero sola por fin. Busca a Ana entre la gente que está visitando la catedral. La encuentra delante de una Virgen.
—He estado muy pocas veces en una iglesia. ¡Mira qué vírgenes tan bonitas! —dice Ana—. Y aquella de allí… ¿la ves? Parece que me está mirando.
—Sí, Ana, pero a mí no me gustan las iglesias…
—A mí tampoco, pero esa mujer, la Virgen…
—Mira, Ana. Creo que ahora no me han seguido. Vamos a sentarnos.
Laura saca la cartera de su bolso. Dentro hay varias cosas: unas llaves, una foto, un trozo de papel… Hay poca luz y no pueden ver bien la foto ni leer el papel.
Ana enciende una cerilla. Miran la foto. En ella hay tres hombres y una mujer. Laura cree reconocer al hombre del bar, el hombre de la chaqueta negra. En el papel hay algo escrito. Laura empieza a leer.
—Las murallas son las paredes de mi casa. La casa es la mitad de mi tesoro. XX…y 2. Las perlas también. ¡Las perlas!… Ese hombre me ha hablado de unas perlas…
—¿Sabes, Ana? Creo que este papel es un mensaje.
—¿Y esto, qué es? —pregunta Ana, que ve un dibujo en el papel—. Aquí hay un bar en una playa.
—¿Perlas? —pregunta Ana.
—Sí, perlas ensangrentadas… ¿Sabes Ana? Creo que este papel es un mensaje.
—¿Y esto, qué es? —pregunta Ana, que ve un pequeño dibujo en el papel—. Aquí hay un bar en una playa. ¡Huy! ¡Mi dedo!
Ana apaga la cerilla y se levanta.
—Vamos fuera. Allí hay más luz.
Salen de la catedral y se sientan en un banco.
—Bueno, vamos a ver —dice Laura—. Un bar en la playa…
—Hay olas en el mar.
—¡Ya lo tengo! ¡Ana, me parece que lo he entendido!
Bar, cielo, ola.
—¿Y…?
—En catalán bar es «bar», cielo es «cel» y ola es «ona». Esto es: Bar-cel-ona = Barcelona. Y las murallas, las murallas de Barcelona, en la calle Portaferrisa. Hay un tesoro en la calle Portaferrisa, unas perlas, quizás…
—¿Tú crees, Laura?
—No sé, pero podemos ir allí. A lo mejor encontramos algo… está cerca.
—De acuerdo, vamos entonces.
VI
La calle Portaferrisa es una calle que va desde la catedral hasta las Ramblas. No es muy larga y está llena de tiendas: ropa, zapatos… Las dos chicas andan despacio entre la gente. Miran a su alrededor. Esperan encontrar algo, pero ¿qué? Ellas no lo saben. Cuando llegan a las Ramblas no han visto nada especial.
—¿Has visto algo? —pregunta Laura.
—No, nada. Es que no sé qué estamos buscando.
—Yo tampoco.
—Laura, ¿y la muralla? Yo no he visto ninguna muralla…
—¡Oh!, hace mucho tiempo que no está en pie. Aquí está explicado, escrito en la pared de esta casa.
—Vamos a ver. Mira, Laura, ¡qué bonito! Aquí pone que eran las segundas murallas.
—¡Claro! Las segundas murallas. Pero ya está. ¡Ana, hay otras murallas, las primeras murallas de la ciudad! Están en la calle Banys Nous. y la muralla pasa por algunas casas de esa calle.
—¿De verdad? ¡Es maravilloso!
—Sí. Vamos allí.
—Vamos, Laura.
Las dos chicas llegan rápidamente a la calle Banys Nous.
—¡Qué calle tan bonita! —dice Ana—. Me gusta, es tan estrecha…
La calle Banys Nous y la calle de la Palla son dos callecitas que se encuentran casi en el centro del barri gótic. En la calle de la Palla hay una pequeña y moderna plaza con trozos de la primera muralla de Barcelona. Laura se ha parado delante de un viejo bar llamado «El Portalón».
—¿Sabes? —dice Laura—, he venido aquí muchas veces.
—¡Qué sitio tan interesante! —dice Ana—. Mira, Laura. Aquí, al lado, está el número veinte.
—¿El veinte?
—Sí, ¿te acuerdas? El mensaje hablaba de dos «X». Dos «X» son veinte.
—Sí, tienes razón, Ana, «XX y dos…».
—Veinte o veintidós… quizá en uno de estos edificios…
—Seguro que dentro hay trozos de la muralla de Barcelona. Pero ¿en qué número? ¿En el veinte o en el veintidós?
—O en el cuarenta y cuatro —dice Ana.
—No, en el cuarenta y cuatro no puede ser. La calle no tiene ese número. Acaba aquí.
—Tengo una idea —dice Ana—. Vamos a probar las llaves de la cartera. Si alguna de ellas abre la puerta del veinte, podemos subir al segundo piso —número dos— y llamar.
—¿Y si hay alguien? —pregunta Laura.
—Salimos rápido. Tenemos que dejar la puerta de la calle abierta, claro.
—¿Sabes? Tengo miedo.
—Yo también.
Las chicas se han quedado paradas, sin hablar por un momento.
—¿Qué hacemos entonces? —pregunta por fin Laura.
—Dame las llaves —dice Ana—. Si encontramos al hombre que habló contigo en el bar, le damos la cartera y ya está. Te ha parecido simpático, ¿verdad?
—Sí. Pero era un poco raro…
Laura se queda pensando, pero por fin se decide.
—Bueno, vamos. Tengo que saber por qué me siguen. Ana coge una llave grande y con ella intenta abrir la puerta del número 20. ¡La puerta se abre! Laura tiene miedo pero sigue a Ana que sube la escalera. Cuando llegan al segundo piso se paran delante de una puerta. Laura mira a Ana. ¿Qué hacer ahora?
—Voy a llamar —dice Ana.
Llamar. Esperan un momento pero nadie abre.
—Eh, Laura. ¡La puerta está abierta!
—¿Abierta?
Las dos chicas están nerviosas.
—Bueno, vamos a ver… —dice Laura.
Abren la puerta y entran despacio en la casa.
—¿Hay alguien? —pregunta Laura.
Nadie contesta. Hay poca luz. A la izquierda hay una puerta. Es el baño. Hay un pasillo corto a la derecha y al final una puerta abierta. Por aquella puerta entra luz.
—Vamos —dice Laura.
De repente oyen un ruido suave por el pasillo. Laura casi grita. Algo pasa delante de ellas. Es un pajarito que está libre. Laura coge la mano de Ana.
—Esto no me gusta…
—Vamos a ver un poco más —dice Ana en voz baja.
La luz entra por una ventana que da a la calle. Por un momento la luz no las deja ver. Parece un cuarto de estar pero allí no hay muebles, sólo una silla y al lado de la silla… hay algo… un hombre en el suelo.
—¡Oh! ¡Dios mío! —grita Ana.
—¡Es el hombre del bar…! Está muerto —dice Laura—, al lado de la cabeza hay sangre.
—Vámonos de aquí. Corre.
Todavía no han terminado de hablar cuando oyen un ruido detrás de ellas. Miran hacia el pasillo. Una mujer muy vieja entra en la habitación.
—Perdonen… la puerta estaba abierta.
La viejecita se para en medio de la habitación. Laura y Ana se miran con sorpresa.
—Pasan cosas muy extrañas en esta casa. Esta mañana… —continúa la vieja— aquel hombre… cosas muy raras… ¿Quién es ése? —dice cuando, de repente, ve al hombre en el suelo.
—Está muerto —contesta Laura.
—Ya lo decía yo… ya lo decía yo… Aquí pasa algo malo. Ya lo decía yo.
—Tenemos que llamar a la policía —dice Laura, que se siente un poco más segura con la vieja allí—. Me pregunto si hay un teléfono aquí.
—Voy a mirar —dice Ana.
Hay una habitación a la derecha y otra a la izquierda. Ana entra en la habitación de la derecha. Ve una cama y en el suelo un teléfono. Laura va a la habitación de la izquierda. Allí no hay nada. Sólo un armario y una jaula con la puerta abierta.
Cuando Laura entra en la habitación del teléfono, Ana está mirando debajo de la cama.
—Laura, mira… Aquí he encontrado unas cosas: dos paquetes de cigarrillos y fotos. Ven, vamos a mirarlas. ¡Huy! ¡Qué oscuras! En ésa hay varios hombres y parece que una chica rubia…
Laura no escucha. Sólo piensa en llamar a la policía. Con el teléfono en la mano se vuelve hacia Ana.
—Pasan cosas extrañas en esta casa. Esta mañana… aquel hombre… cosas muy raras… ¿Quién es ése?
—Gracias por estar aquí conmigo —le dice.
Ana le sonríe.
—Comisaría de policía. ¿Diga? —contesta alguien al otro lado del teléfono.
—¿Puedo hablar con el inspector Ibáñez, por favor?
—¿De parte de quién?
—De Laura.
—Un momento, por favor.
Poco después Laura oye la voz del inspector Ibáñez.
—¿Laura?
—Hola, inspector. Soy yo.
—¿Qué tal, Laura? ¿Cómo estás?
Laura y el inspector Ibáñez se conocen desde hace algún tiempo. Él ayudó a Laura en una ocasión. La chica sabe que la va a escuchar como a una amiga.
—No muy bien. Estoy en un piso de la calle Banys Nous. En la habitación de al lado hay un hombre muerto.
—¿Qué ha pasado? —pregunta Ibáñez preocupado.
Laura se lo explica todo.
—Laura, escúchame bien —le dice Ibáñez—. Tenéis que salir del piso. Dejadlo todo como está y salid deprisa. Puede ser muy peligroso. Esperadme en «El Portalón». ¿Sabes dónde está?
—Sí, claro. Aquí al lado.
—Yo voy enseguida. Y mucho cuidado, Laura…
Laura mira a Ana que está a su lado.
—Tenemos que irnos deprisa —dice.
La vieja se ha marchado del cuarto de estar. Sólo queda el hombre muerto en el suelo lleno de sangre. Ana se para un momento y lo mira. Luego sigue a Laura que ya está en la puerta. Bajan la escalera muy rápido.
En «El Portalón», Laura mira a los pocos clientes. No hay ningún hombre alto con gafas ni ninguno con bigote.
—Voy a llamar por teléfono —dice.
—Vale, te espero aquí —contesta Ana.
Ana parece triste y cansada. Se sienta en una mesa. Laura coge el teléfono y marca el número de Enric.
—¿Sí? —le contesta una voz.
—¿Enric?
—¡Hola, Laura!
—Enric, te he llamado antes.
—Sí, ya lo sé. ¿Dónde estás?
—Por favor, Enric, ¿puedes venir enseguida?
—¿Qué pasa, Laura?
—Luego te lo explico. Estoy en «El Portalón».
—En media hora llego. Un beso.
—¿Enric?
—¿Sí?
—Hoy he conocido a una chica estupenda. Creo que vamos a ser muy amigas.
Cuando se sienta al lado de Ana, ésta la mira sin decir nada. Sonríe tristemente.

(Sacado de CVC lecturas)